Uno de los aspectos que más sorprendió, y más gustó, de los discursos del entonces candidato Obama tenía que ver con el hecho de que hablaba de valores, de recuperar cualidades básicas que salvan nuestras diferencias y nos unen. Un político que hablaba de valores.
Su discurso de toma de posesión fue todo un ejemplo de ello. Obama habló de los valores de los que fundaron Estados Unidos, que podemos compartir o no, como guía para el futuro de ese país. Algo así, si salvamos la distancia, nos lo proponen los redactores del Pacto Cívicto, una especie de carta que nos define, que nos acoge y que, al mismo tiempo, marca los principios que deben regir el desarrollo de la ciudad. El Pacto Cívico suena bien, suena muy bien, tiene ese halo de ingenuidad que impregnó la alianza de las civilizaciones de Zapatero. Pero el Pacto Cívico puede quedarse en un mero brindis al sol si se convierte en un libro que guardamos en el cajón y sacamos a relucir sólo cuando queremos presumir de ciudad. El Pacto Cívico será lo que pretende si implica acciones concretas, en plazos determinados y con objetivos definidos. El pacto no es la meta, sino el punto de salida.
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