¡Oh capitán! ¡Mi capitán!

Durante estos meses, he hablado de algún que otro libro, de varias canciones, de series de televisión. Pero falta la película.
Como en ocasiones anteriores, no se trata de una obra maestra del cine, ni falta que me hace. No pasará a la Historia, pero sí está ya grabada en mi historia. Si El Túnel me apasionó, si El sitio de mi recreo me conectó con aquel tipo delgaducho y taciturno que años antes había encogido el alma de los que quisieron esuchar, no solo oir, La chica ayer; si unos adolescentes argentinos me dejaron atontado durante varias semanas; si Silvio Rodríguez me cautivó; la película que me marcó no es otra que El Club de los Poetas Muertos. Es probable que si ahora mismo la viese por primera vez pasaría ante mi como una más, pero con aquellos 16 años esta historia fue una especie de puñetazo en la cara. Juventud, rebeldía, literatura, el despertar, el carpe diem, la pérdida de la niñez, la ilusión, la esperanza, el aprendizaje por encima de la enseñanza. Todos los ingredientes necesarios para que aquella alma inquieta e inocente se estremeciese al grito de ¡Oh capitán, mi capitán!

P.S. Aviso a navegantes y cinéfilos varios: me la suda completamente que considereis esta película como una obra menor. Cuando esteis encerrados en casa viendo Hiroshima Mon Amour, cogeré mi VHS de El Club de los Poetas Muertos y de nuevo me emocionaré, sí me emocionaré, con unos chavales que se suben encima de una mesa para despedir a su profesor. Porque mis emociones, amigos míos, son mis emociones, mis putas emociones.